Fahrenheit 451 (Ray Bradbury)

Hace un tiempo entró en mi consulta un señor tripudo, con una alopecia nivel pro y mofletes de hámster acaparador. Conforme se acercaba a mi mesa se abría una sonrisa en su boca, dejando entrever una piñata regulera, y, al sentarse me dice: ¿Pero es que no sabes quién soy, Pedro? Como vio mi cara de ignorancia añadió: "¡Soy Ildefonso!" (nombre ficticio). Resulta que el tal Ildefonso era el galán del instituto, el pichón que tenía a todas las churris coladitas. Lo cierto es que me resultaba aborrecible porque estaba uno trabajándose a pico y pala a la chica que le gustaba, intentando suplir con ingenio la fealdad que era uno consciente de poseer y, cuando ya estabas a punto de conseguir engatusarla, llegaba Ildefonso con su sonrisa, su guiño de ojo y su "hola, chicas" (todo estudiado durante horas ante un espejo, apuesto por ello) y todas las mozas, incluida la que te gustaba a ti, se derretían en torno a él. El muy hijo de.

Y te preguntarás que a santo de qué viene esto. Pues, aparte de servirme de venganza, para ejemplificar que hay personas que envejecen mejor y otras que envejecen peor, y que exactamente lo mismo sucede con los libros. Hay muchos Ildefonsos también en la literatura, libros que tuvieron su momento de gloria pero que diez, veinte o treinta años después, son truños infumables, y otros que, por el contrario, no sólo se mantienen en plena forma, sino que parecen estar cada año más vigentes. Y eso es lo que sucede con Fahrenheit 451.

Ray Bradbury pergeñó en 1953 una distopía en la que los bomberos, en lugar de dedicarse a apagar incendios o rescatar gatitos, tenían la tarea de quemar libros. De este modo se evitaba que la gente tuviera acceso al conocimiento y era mucho más fácil tenerla bajo control. La televisión llenaba las horas de ocio, con programas basura destinados a achicharrar aún más las neuronas del personal. Así la sociedad ni siquiera llegaba a ser consciente (y, si lo fuera, ni se preocuparía porque no tendría nivel intelectual para hacerlo) de que le amenaza un trágico fin en forma de guerra.  Uno de esos bomberos es Montag, el cual acaba revelándose contra el sistema. Y lo cierto es que, lo que en 1953 podía parecer una distopía, es en 2025 una triste realidad. 

El bueno de Montag, espoleado por una misteriosa y excéntrica vecina, comienza a cuestionarse lo que hasta entonces tomaba como verdades inmutables, y es ahí cuando todo su mundo se desmorona. Denunciado por su propia mujer se ve obligado a iniciar una huida retransmitida por la televisión al más puro estilo Telecinco al mismo tiempo que la amenaza de un ataque nuclear se cierne sobre la ciudad a pesar de que los gobernantes intentan mantener entretenido al personal desviando la atención como buenos trileros (en realidad no hay tanta diferencia entre un trilero y un político si lo piensas bien). 

El final de la novela tendrás que averiguarlo tu, pero lo cierto es que poco importa. Lo que importa es la gran visión que tuvo Bradbury para crear mundos que, setenta años después, conforman tristes realidades. Y, aún por encima de ese enorme mérito, lo que trasciende es que ayer, hoy y mañana, el Poder empelará toda su maquinaria de entontecimiento para hacer de nosotros meras marionetas, trozos de carne en aparente felicidad que, después de ser exprimidos trabajando y consumiendo, pueden echarse a la trituradora sin pesambre. Beatty, el jefe de Montag en el departamento de bomberos, lo explica de forma magistral: "Si no quieres que un hombre se sienta políticamente desgraciado, no le enseñes dos aspectos de una misma cuestión, pues le preocuparás; enséñale sólo uno. O, mejor, no le muestres ninguno. Haz que olvide que existe una cosa que se llama guerra".

Lee. Es lo único que puede salvarte. He dicho. Y un saludo a Ildefonso.

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