El gran dictador (Charles Chaplin)

 

Hoy vamos a hablar de una película que hizo historia y que, ya grande de por sí, la hace aún más grande el contexto en el que se rodó, con los tambores de guerra y la amenaza del fascismo planeando sobre Europa.

Estamos en 1940 y Charles Chaplin era entonces el cómico más importante del mundo. Posee una de las mayores fortunas y es una de las personas más influyentes del planeta, y gracias a ello consigue sacar adelante este proyecto, pues nadie quería saber nada de él. Hay que tener en cuenta que la idea surge en 1938, cuando aún no había estallado la II Guerra Mundial y, aunque ahora nos parezca incomprensible, las relaciones del Reino Unido con Hitler eran muy buenas. Éste, que era un gran admirador del actor, anuncia que prohibirá la exhibición de la película en Alemania, y las autoridades británicas se suman al veto. Así, Chaplin, además de encargarse del guion, la dirección y la música, financió con su propio dinero la película. Cuando por fin se estrena, Francia acababa de ser ocupada e Inglaterra estaba siendo brutalmente bombardeada por su examiguete Adolfito. 

A pesar de que ya existía el cine sonoro desde 1928, cuando se estrena El cantor de jazz, Chaplin seguía fiel al cine mudo hasta ahora. Es como si hubiera estado reservándose para hablar cuando de verdad había algo importante que decir, y qué más importante que alzar la voz contra el nazismo.

La película comienza como una charlotada, con Chaplin en la I Guerra Mundial interpretando a un torpe soldado, pero poco a poco la película irá creciendo hacia algo más serio. Allí su personaje sufre un accidente de avión y pierde la memoria. Cuando vuelve a casa, al gueto judío en el que trabajaba como barbero, descubre que ha llegado al poder Hinkel, un dictador histriónico y enloquecido, y todo va a cambiar para él y sus vecinos, que se ven más acosados por el régimen. 

Curiosamente, nuestro barbero guarda un gran parecido físico con el tirano. Hay un momento en el que Hinkel es detenido porque le han pillado cazando patos ilegalmente y, para proteger su vida, el judío se ve obligado a hacerse pasar por él y dar un discurso para todo el mundo, un discurso que constituye el momento cumbre de la película y que, ochenta años después, sigue, por desgracia, demasiado vigente:

Lo siento, pero yo no quiero ser emperador; ése no es mi oficio. No quiero gobernar ni conquistar a nadie, sino ayudar a todos si fuera posible. Judíos y gentiles, blancos o negros.

Tenemos que ayudarnos unos a otros. Los seres humanos somos así. Queremos hacer felices a los demás, no hacerlos desgraciados. No queremos odiar ni despreciar a nadie. En este mundo hay sitio para todos. La Tierra es rica y puede alimentar a todos los seres.

El camino de la vida puede ser libre y hermoso, pero lo hemos perdido. La codicia ha envenenado las almas. Ha levantado barreras de odio. Nos ha empujado hacia la miseria y las matanzas.

Hemos progresado muy deprisa, pero nos hemos encarcelado nosotros. El maquinismo, que crea abundancia, nos deja en la necesidad. Nuestro conocimiento nos ha hecho cínicos. Nuestra inteligencia, duros y secos. Pensamos demasiado y sentimos muy poco.

Más que máquinas, necesitamos humanidad. Más que inteligencia, tener bondad y dulzura. Sin estas cualidades, la vida será violenta. Se perderá todo.

Los aviones y la radio nos hacen sentirnos más cercanos. La verdadera naturaleza de estos inventos exige bondad humana. Exige la hermandad universal que nos una a todos nosotros. Ahora mismo mi voz llega a millones de seres en todo el mundo, a millones de hombres desesperados, mujeres y niños. Víctimas de un sistema que hace torturar a los hombres y encarcelar a gentes inocentes.

A los que puedan oírme, les digo: no desesperéis. La desdicha que padecemos no es más que la pasajera codicia y la amargura de hombres que temen seguir el camino del progreso humano. El odio de los hombres pasará. Y caerán los dictadores. Y el poder que le quitaron al pueblo, se le reintegrará al pueblo. Y así, mientras el hombre exista, la libertad no perecerá.

¡Soldados, no os rindáis a esos hombres! que en realidad os desprecian, os esclavizan, reglamentan vuestras vidas y os dicen lo que tenéis que hacer, que pensar y que sentir. Os barren el cerebro, os ceban, os tratan como a ganado. Y como a carne de cañón.

No os entreguéis a esos individuos inhumanos, hombres máquinas, con cerebros y corazones de máquinas. Vosotros no sois máquinas; no sois ganado. Sois hombres. Lleváis el amor de la humanidad en vuestros corazones. No el odio. Sólo los que no aman, odian. Los que no aman y los inhumanos.

¡Soldados, no luchéis por la esclavitud, sino por la libertad! En el capítulo XVII de San Lucas se lee: el reino de Dios está dentro del hombre. No de un hombre ni de un grupo de hombres, sino de todos los hombres. En vosotros.

Vosotros, el pueblo, tenéis el poder. El poder de crear máquinas, el poder de crear felicidad. Vosotros, el pueblo, tenéis el poder de hacer esta vida libre y hermosa. De convertirla en una maravillosa aventura.

En nombre de la democracia, utilicemos ese poder actuando todos unidos. Luchemos por un mundo nuevo, digno y noble, que garantice a los hombres trabajo. Y dé a la juventud un futuro. Y a la vejez, seguridad.

Con la promesa de esas cosas, las fieras alcanzaron el poder. Pero mintieron. No han cumplido sus promesas ni nunca las cumplirán. Los dictadores son libres, sólo ellos. Pero esclavizan al pueblo. Luchemos ahora para hacer nosotros realidad lo prometido. Todos a luchar para libertar al mundo. Para derribar barreras nacionales. Para eliminar la ambición, el odio y la intolerancia.

Luchemos por el mundo de la razón. Un mundo donde la ciencia, donde el progreso, nos conduzca a todos a la felicidad.

¡Soldados, en nombre de la democracia, debemos unirnos todos!

En España no se pudo ver hasta 1975, año en el que se estrenó con un gran éxito de taquilla.

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