El hombre invisible (H.G. Wells)



Al pequeño pueblo de Iping llega un forastero cuyos extraños atuendo y comportamiento llaman la atención de los lugareños. Su llegada coincide, además, con una serie de robos, lo que no hace más que incrementar la desconfianza de los vecinos y obligan a Griffin (que así se llama el misterioso personaje) a huir. De este modo llegará a la casa de un doctor y se entablará entre ambos una conversación en la que se descubre el secreto de Griffin y surge el eterno debate, tan eterno que sigue vivo en nuestros días, sobre los límites de la ciencia.
 
Desde siempre, inspira más miedo aquello que no vemos que lo que sí podemos ver, alguien capaz de espiarnos o atacarnos sin que nos demos cuenta de su presencia. Tal es el terror con el que juega Herbert George Wells (1866-1946) en El hombre invisible, novela en la que plantea interesantes preguntas acerca de la ética de la tecnología moderna.

Según el crítico literario estadounidense Paul Cantor, la historia de un hombre que encuentra la forma de hacerse invisible es una parábola del peligroso poder de la ciencia moderna. Empujado a sus experimentos por ambición, una vez conseguido su objetivo Griffin se hace cada vez más megalómano. Pero lo que a priori podría considerarse un privilegio es en la práctica una tortura que obliga al hombre invisible a ir sin ropa en pleno invierno, a cubrirse con una ridícula máscara para relacionarse con otras personas y a esconderse para comer o beber. La transparencia le aísla y le hace vulnerable, y esa vulnerabilidad se torna en ira hasta que, acorralado, se excusa en su propio miedo para aniquilar a los demás. 

Así, más que invisible, Wells presenta un hombre al desnudo, despojado de todo tipo de maquillaje social que camufle su condición. El hombre invisible es cruel y agresivo. Por eso da miedo, porque nos describe como somos, sin analgésicos ni edulcorantes: como animales a la espera de la menor oportunidad para mostrar su verdadera cara.

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