Frankenstein (Mary Shelley)

 

¿Qué se puede decir de Frankenstein que no se haya dicho ya? Efectivamente: nada. Pero una novela tan trascendental en la historia de la literatura tenía que estar presente en ARÁCNIDOS Y VISIGODOS, y su momento ha llegado. Su autora fue Mary Shelley, nacida Wollstonecraft, (1797-1851) que empezó a fraguarla en la Villa Diorati de Ginebra, a pies del lago Lemán, durante el extraño y lluvioso verano de 1816, el año sin verano por la gracia del volcán Tambora.

La inspiración para una obra tan revolucionaria le llegó a la joven Shelley, que por entonces apenas tenía dieciocho años, fruto de una pesadilla y espoleada por el concurso que organizó Lord Byron para entretener las largas tardes del verano, en el que retó a todos los que se alojaban en la Villa (John Polidori, Percy B. Shelly y su joven esposa Mary) a escribir una historia de terror. De hay salieron dos narraciones: El vampiro, de Polidori, y la que nos ocupa.

En su momento se publicó de forma anónima y cuando después se supo que su autora era una mujer y, encima, tan joven, muchos no lo creyeron y pensaron que quien estaba realmente detrás era su marido Percy, por entonces un poeta con cierto reconocimiento. Y es cierto que éste tuvo mucho que ver con la publicación de la novela e incluso reescribió algunos pasajes, pero es indudable que la autoría es de Mary Shelley.

Ya durante el siglo XIX fue objeto de adaptaciones teatrales, y hoy en día, por desgracia, no se conoce tanto la novela como las películas que se han basado en ella y que, en general, han trasmitido la idea de que el monstruo creado por el doctor Frankenstein era un tipo rudo y torpe, cuando la realidad (y por realidad me refiero a lo que plasmó Shelley sobre el papel) es que se trata de un tipo atlético, con cualidades casi de superhéroe y que lee a Plutarco y Goethe.

Cuando, ya anciana, la propia Shelly explicaba su obra, afirmó que el tema de la misma era el de las consecuencias de desafiar a Dios: Dios castiga a Victor Frankenstein por haber pretendido emularlo. Pero, en realidad, la novela es más compleja, y lo que plantea tiene mucho que ver con las inquietudes ilustradas de una sociedad en la que se están produciendo multitud de avances científicos,  que ve cómo el mundo se está trasformando vertiginosamente, y empieza a surgir la idea de que la ciencia mal llevada puede llegar a producir monstruos reales o metafóricos. Los lectores actuales de Frankenstein suelen seguir interpretándola de este modo, como un castigo no de Dios, sino de la ciencia por intentar desafiarla.

 En cualquier caso, te invito que resetees el cerebro, que te olvides de las películas, que borres de tu mente a Boris Karloff y te sumerjas en una novela que ofrece mucha materia para pensar y muchos motivos para disfrutarla.


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