El orden alfabético

 

Por temática, por género, por editorial, por tamaño, por colores,... Hay muchos modos de ordenar una biblioteca. Incluso ahora se está poniendo de moda hacerlo con los lomos de los libros hacia adentro. Excepto este último, propio de herejes, todos me parecen bien, pero el que yo utilizo es el alfabético según el apellido del autor. De esta manera es suficiente con saber quién escribió tal o cuál obra para averiguar en un periquete dónde se encuentra, pero también es cierto que crea algunas vecindades un tanto peculiares. Nada que objetar a la que se produce, por ejemplo, entre Benito Pérez Galdós y Arturo Pérez-Reverte. El cartagenero ha manifestado públicamente su admiración por el canario, y basta leer El asedio, Cabo Trafalgar, Un día de cólera o El maestro de esgrima para comprobar lo deudor que es uno del otro.

También parece lógico que Juan Marsé y Eduardo Mendoza, dos de los autores que más y mejor han plasmado literariamente la ciudad de Barcelona, estén juntos, como lo es la proximidad entre Gustavo Adolfo Bécquer y Mario Benedetti que, unidos por su hiperglucemia poética, forman una zona de mi biblioteca no apta para diabéticos.

Hablando de poesía, que Svetlana Alexievich, una de las maestras del género periodístico hecho literatura conviva con Jean Pierre Andrevon es una oda a la poética del azar. Y es que la descarnada narración que hace la bielorrusa en Voces de Chernóbil nos muestra que la realidad puede ser mas terrible que la ficción, incluso que la ciencia ficción postapocalíptica que nos ofrece Andrevon en Mundo desierto.

Todo en orden también con que Franz Kafka y Stephen King estén hombro con hombro. Cada uno en su estilo, ambos escribieron sobre lo que de terrorífico, desconcertante o extraño tiene el ser humano. Sin ir más lejos, entre la enfermera psicópata de Misery y los familiares que "cuidan" al pobre Gregor Samsa no hay, en el fondo, muchas diferencias, y el desasosiego que provoca El castillo puede equipararse al de El resplandor.

Sin embargo, hay otras vecindades que resultan más peculiares. Así, me gustaría saber qué conversaciones tendría todo un caballero británico como Lord Byron con el deslenguado Charles Bukowski, o qué opinaría el dandi Oscar Wilde de los personajes de trazo grueso que dibuja Irvine Welsh en Trainspotting, aunque quizá podrían encontrar en el hedonismo un interesante nexo.

Tampoco veo a Ernest Hemingway haciendo buenas migas con  Miguel Hernández. La militancia sincera y la humildad provinciana del poeta cabrero no combina muy bien con el cosmopolitismo y la impostura del bon vivant yanki. Y, sin embargo, ahí están: El viejo y el mar de uno junto a la Poesía completa del otro.

Podría seguir poniendo ejemplo de binomios más o menos afortunados, pero tampoco pretendo ser cansino. A fin de cuentas, lo único que quería decir es que, de todos los posibles, el orden alfabético es mi favorito para una biblioteca. Aunque sólo sea para que entre Góngora y Quevedo, entre Camus y Sartre, entre Rimbaud y Verlaine, haya distancia suficiente para evitar desgracias.

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