El retrato de Dorian Gray (Oscar Wilde)

 

El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, es otro ejemplo más de novela que trasciende el papel y se convierte en icono cultural universal. Porque, con sus diferentes adaptaciones al cine, al teatro o al cómic, ¿quién no conoce la historia en su esencia? Por si me lee algún despistado o algún alienígena recién llegado a la Tierra la resumiré diciendo que Basil Hallward, un prestigioso pintor londinense, ha encontrado en un casi adolescente Dorian Gray el modelo perfecto para realizar su obra maestra, un retrato que capta toda la belleza, juventud e inocencia del joven. En una de sus sesiones de modelaje Dorian conoce a Lord Henry, amigo del pintor y arquetipo del aristócrata inglés de la época, que no sólo es un parásito hedonista, sino que está encantado de serlo. En este personaje, por sus mordaces reflexiones y su agudeza, a mitad de camino entre una arpía y un intelectual, no resulta difícil ver un trasunto del propio Oscar Wilde, por cierto. El joven Gray queda fascinado por la verborrea y modo de vida del lord y se convertirá en su más incondicional discípulo. Entre los tres, Basil, Dorian y Henry, se establece, sobre todo en los primeros capítulos del libro, un triángulo de sugerente ambigüedad sexual en el que no acaba de quedar claro lo que hay de amistad, fascinación o amor. 

El caso es que una vez acabado el retrato, Dorian Gray se lamenta por los estragos que producirá en su belleza el paso del tiempo y desea que ojalá fuera su yo del retrato quien padeciera esos estropicios en lugar de él. Y así sucede. Dorian, bajo el influjo de Henry, se convierte en un ser despreciable que cae en todos los excesos, pero que se mantiene siempre joven y con aspecto inocente mientras que es el retrato el que va mutando en un ser viejo y monstruos, reflejando no sólo el paso del tiempo, sino la fealdad del alma de su propietario, el cual acaba sucumbiendo en su propia vorágine de placer y locura.

Reconozco que Wilde se me hace por momentos un poco empalagoso a causa de su exceso en la búsqueda de la frase ingeniosa, del diálogo mordaz, que no siempre han resistido con fortuna el paso del tiempo. No obstante, se trata de una lectura edificante.  Resulta curioso que, a fin de cuentas, Wilde parece ofrecernos una crítica al hedonismo y sus peligros utilizando el propio hedonismo como hilo conductor, y aún más curioso (y constructivo) cuando esa crítica viene de alguien que, como el escritor irlandés, hizo del dandismo un modo de vida.  

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