Hay quien piensa que las personas somos como locomotoras a las que una fuerza todopoderosa coloca sobre unos raíles. El nacimiento es la estación de origen, la muerte la de destino y, durante todo el trayecto no podemos abandonar esas vías que guían nuestro viaje con férrea determinación, nunca mejor dicho lo de férrea hablando de trenes. No quiero abrir aquí disquisiciones filosóficas, pero esta es la idea que subyace en Entre naranjos, novela de Vicente Blasco Ibáñez.
En ella nos encontramos con Rafael Brull, joven descendiente de la principal estirpe caciquil de Alcira, destinado desde la cuna a continuar la saga familiar. Lo mínimo que se espera de él es que llegue a diputado en el Congreso y defienda ahí los intereses de sus convecinos como líder del partido conservador. Y, por supuesto, que se case con la hija del comerciante más rico del pueblo y forme una familia decente.
También encontraremos a Leonora Bruna, que, pese a haber nacido en Alcira, se marchó siendo niña a Milán junto a su padre. Allí comienza sus estudios de canto y acaba convirtiéndose en una estrella mundial, idolatrada por el público más selecto no sólo por sus dotes canoras, sino también por su belleza. Reyes, artistas, empresarios,... los hombres más poderosos de Europa se deleitan con su arte, ya sea por la tarde sobre las tablas o por la noche sobre la cama. Sin embargo, cansada de esa vida, regresa al pueblo para desconectar del mundo. Y aquí es donde entra lo de los raíles y las locomotoras.
Porque estas personas, que parecían tener un rumbo bien marcado en sus vidas, se cruzan y sus respectivos navegadores se ven obligados a recalcular ruta. Ella había jurado olvidarse de los hombres. Él no puede permitirse un desliz que arruine su carrera política. Pero el amor tiene otros planes para ambos y juega fuerte para evitar que el determinismo gane la partida.
Blasco Ibáñez tiene la enorme habilidad de llevarnos adonde quiere sin que nos demos cuenta. Su prosa es en ocasiones demasiado decimonónica y no es precisamente un dechado de técnica, estamos de acuerdo. Pero sabe cómo contarnos una historia, y eso es su primer gran mérito. El segundo es haber conseguido trascender su época, porque si bien su estilo puede tener ramalazos demodés, sus temas siguen estando vigentes ciento veinte años después. En esta ocasión el olor a azahar y a naranjas recién partidas nos acompaña en una historia de amor imposible con un final que emocionaría incluso al mayor iceberg desprendido de la Antártida.
P.S. Buscando documentación para la escritura de esta entrada me he enterado de que TVE realizó en 1998 una miniserie basada en esta novela, pero teniendo en cuenta que sus protagonistas son Toni Cantó y Nina creo que voy a abstenerme de verla.
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