Es que no puede ser. Lo primero, y más sangrante, es que no puedes convertir al monstruoso engendro que creó Víctor Frankenstein en un apuesto maromo porque, ya sólo con eso, le quitas gran parte de sentido a la historia, pues ésta se asienta sobre la imposibilidad de la criatura de relacionarse con la gente por su espantoso aspecto. Pero es que, además, tampoco puedes convertirlo en un ser cuasiinmortal. Esto no es Superman, sino Frankenstein, a ver si nos situamos. Continuando con los cargos, tampoco puedes ofrecernos un Víctor Frankenstein enajenado, más próximo a ser encerrado en un psiquiátrico que al individuo lúcidamente aterrado por su creación que creó Shelley.
Ya sólo con eso tres aspectos, la película de Del Toro se desmorona, pero es que, ya desde un punto de vista más subjetivo, suprime de la narración elementos que le son esenciales y los sustituye por otros insustanciales, como si hubiera cogido la receta de la paella y hubiera dicho "como soy un gran creador, voy a poner lentejas en lugar de arroz y lubina en lugar de pollo". Y no, hombre, no. Por ejemplo, sustituye una de mis partes favoritas de la novela, cuando el joven Víctor estudia medicina y comienza a hacer sus experimentos y a crear en secreto al monstruo, por la rocambolesca aparición del personaje interpretado por Christoph Waltz y con el hermano de Víctor y su prometida colaborando en el proceso en plan manualidades Disney. Y, hablando de Disney, qué decir de la almibarada atmósfera en la que envuelve toda la narración el mexicano, que pretende ser tenebrosa pero parece más propia de una película de Tim Burton.
Por lo demás, todo bien, ¿eh? Si te sobran dos horas de vida que no sabes en qué emplear, o si sufres insomnio y quieres algo que te deje ko, esta es tu película. Un saludo, Guillermo.

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