Nunca fue Blasco Ibáñez un virtuoso de la técnica y el estilo, pero la fuerza de su literatura compensa esas carencias. Fue durante toda su carrera, ante todo, un contador de historias, un narrador seducido por los acontecimientos. Para él, narrar es pasar de una situación inicial a otra final por medio de la trasformación que los acontecimientos provocan, y en La barraca ese acontecimiento es la lucha por la vida. Así, asistimos a las duras condiciones de vida de los campesinos de la época y a la solidaridad que se establece entre ellos como mecanismo de defensa ante el poderoso. Por eso, cuando al tío Barret se le impide seguir trabajando las tierras que ha cultivado su familia desde generaciones por no poder pagar el arrendamiento a su propietario, el resto de trabajadores se conjura para que nadie vuelva a ocupar nunca más esa parcela. Pero un día llega Batiste con su mujer e hijos para hacerse cargo de ella. Se trata también de un campesino pobre y acuciado por la necesidad pero, lejos de solidarizarse con él, es acosado por los viejos vecinos del tío Barret, dispuestos a mantener su promesa. Se produce de este modo un conflicto de Blasco narra objetivamente. De un lado, los derechos individuales de Batiste. De otro, los derechos de clase de la comunidad campesina.
Según el profesor de Lengua y Literatura Alejandro Gamero, el éxito que alcanzó de inmediato la novela y que sigue presente en nuestros días, se debe a la habilidad que muestra su autor para proyectar una serie de conflictos que parten de un entorno y unos personajes localistas a una dimensión global. Porque las desventuras de unos insignificantes campesinos de un rincón del Levante español trasciende de ese localismo y adquiere una dimensión universal y filosófica al traducirse como la lucha pesimista del individuo contra el entorno, contra el odio macerado por la incultura y la avaricia, y como manifiesto a favor de la lucha contra las injusticias sociales.
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